Aquél día martes, en aquel noveno mes, la memoria me trae vívidamente el recuerdo de haber recibido de tu parte una definición clara y precisa de lo que represento para ti: nada.
¿Qué sucede cuando el anhelo por una persona comienza a ceder y poco a poco empiezas a sentir la falta de alguien más? Me refiero a ese momento en que te permites soltar a alguien y, al mismo tiempo, encuentras la necesidad de aferrarte a otra persona.
He notado que tus palabras ya no fluyen con la misma frecuencia. Tus expresiones han cambiado y algunas de ellas han sido bastante confusas. Decidiste ocultarme muchas cosas, limitando mi conocimiento a lo poco que quisiste que supiera. Esto, si te consideras de alguna manera, es un acto que puede resultar hiriente. Alegaste sentirte «decepcionada» por mí como justificación para tu distancia.
En este punto, no puedo evitar reflexionar sobre la naturaleza de nuestras interacciones. Me he sentido confundido y desorientado, como si estuviera tratando de descifrar un rompecabezas en constante evolución. A medida que observo tus cambios de actitud y tus respuestas ambiguas, lamento que hayamos llegado a este punto en el que parece que las palabras se tornan esquivas y las emociones están enredadas en una maraña de incertidumbre.
Sin embargo, a pesar de la confusión y la tristeza que esta situación ha traído, reconozco que también tengo la responsabilidad de comprender y considerar tus propios sentimientos y perspectivas. Si la decepción es el motor de nuestras distancias, deseo que podamos encontrar un espacio para la honestidad y el entendimiento mutuo, aunque el camino para lograrlo parezca enredado en obstáculos emocionales.